Hay ideas que nacen como soluciones tácticas y envejecen como problemas morales. La pensión vitalicia para expresidentes en Chile es una de ellas.
Pocos recuerdan que su origen no estuvo en un afán de reconocer el servicio público de los exmandatarios, sino en la necesidad de desmantelar una trampa institucional: la figura del senador vitalicio. Corría 1999. Aún no caía el siglo, pero sí caía, por primera vez, la inmunidad simbólica de Pinochet.
Mientras el país debatía su arresto en Londres, en el Congreso se tejía otra estrategia, más silenciosa pero igual de crucial (ley 19.672).
La Concertación necesitaba sacar del tablero a los senadores vitalicios, una figura que distorsionaba la representación democrática y que entonces tenía nombre propio: Pinochet. Y pronto, Frei.
Pero, ¿cómo convencer a un senador vitalicio de renunciar al poder residual que esa figura ofrecía con fuero y dieta incluidos? La respuesta fue una fórmula elegante: darle lo mismo, sin que pareciera lo mismo. Una dieta igual a la de un senador, con fuero incluido, pero sin la carga simbólica de ocupar un escaño.
Para la derecha, eso daba garantías de fuero para Pinochet y para la Concertación le daba una vía para sacarlo del Congreso de mutuo acuerdo.
De paso, además, se corregía un problema que no había sido anticipado. Al terminar su gobierno cinco años antes, Patricio Aylwin había pasado a retiro sin reconocimiento económico y jurídico. El acuerdo tenía sentido. En aquél entonces.
Hoy, sin embargo, esa solución se ha convertido en una paradoja de la que poco se habla, pero sin duda se hablará cada vez con más fuerza.
Porque quien se apresta a recibir ese beneficio no es un político retirado, sino un hombre que apenas superará los 40 años cuando reciba su primera dieta vitalicia, y un fuero, con todo el futuro político por delante. Así las cosas, lo que en su origen fue una salida para la dignidad del retiro y el pragmatismo de la transición, aparece hoy como un privilegio impropio del mérito o la necesidad. No es este un juicio sobre Gabriel Boric (pero si no se hace nada terminará siéndolo).
Es sobre el diseño institucional. La norma, tal como está redactada, establece que a los expresidentes se les otorgan los mismos beneficios que a los senadores mientras duren en su condición. Pero mientras un senador deja de serlo al término de su período, un expresidente lo es para siempre.
Y es en ese “para siempre” donde la norma, sin decirlo, instituyó un privilegio indefinido. Todo gracias a un supuesto errado: nadie pensó que algún día el presidente electo tendría décadas de actividad política por delante. El resultado es un desajuste entre el espíritu y la letra de la norma.
La pensión vitalicia, tal como fue concebida, no contemplaba la manutención de por vida a un joven político, ni su retiro anticipado con renta de senador. Se diseñó para otro Chile. Ha llegado el momento de reescribir una norma que genera una señal equívoca: la de una elite política que se legisla privilegios blindados, en medio de una sociedad cansada de los blindajes, porque no es sólo que haya un ingreso mensual por la condición de ex mandatario, sino también un fuero vitalicio.
Modificar la norma es un asunto de justicia. ¿Queremos una política que asegure el retiro con dignidad? De acuerdo. Pero dignidad no es privilegio perpetuo. Sería un gesto de coherencia que el próximo beneficiario de la norma —el Presidente Boric— se adelante a la polémica y proponga reformar la norma.
No porque se lo exija una ley. Sino porque lo requiere el tiempo que vivimos.
Por Jorge Fábrega, Facultad de Gobierno UDD