Ocho millones de años atrás, todos fuimos uno. El mundo que conocimos era otro: los bosques salvajes, en el corazón de una tierra que algún día se llamaría África, la muerte escondida detrás de cada noche. Entonces todos fuimos uno: un mismo grupo de protohombres ancestrales, animales sin nombre de los que no quedó rastro en la historia.
Pero ocho millones de años atrás, esa historia se bifurcó. A un lado quedó el camino que dio origen al hombre, y al otro, la rama evolutiva de la que nacieron nuestros primos más cercanos: los gorilas, los orangutanes y los chimpancés. La respuesta a la gran pregunta —cómo fuimos los hombres antes de ser hombres— se fue perdiendo: linajes enteros de primates se extinguieron en la Tierra y no dejaron más que unos cuantos huesos fosilizados. Pese a eso, en el último siglo los primatólogos han mirado otra vez hacia los grandes simios de África, para indagar cómo pudo ser el ancestro del que nos separamos en las noches del pasado.
Dian Fossey, la más famosa de las primatólogas, intentó descifrarlo estudiando los gorilas de Ruanda, pero los cazadores la asesinaron a machetazos por intentar protegerlos. Otros han buscado respuestas en los orangutanes y chimpancés, pero durante siglos un cuarto pariente permaneció oculto.
El primero en notarlo, en 1933, fue el alemán Ernst Schwarz, luego de analizar un cráneo de chimpancé inusualmente pequeño en un museo de Bélgica. Se trataba de una especie distinta —el cráneo más chico, las piernas más largas— que vivía en la orilla izquierda del río Congo, en donde casi ningún científico se atrevía a penetrar, por las guerras civiles. Los bautizó bonobos, y pronto los estudios —casi todos en cautiverio— demostraron que tenían un comportamiento extrañísimo: mientras los chimpancés eran violentos, luchaban por el poder y por el control de las hembras, y hasta practicaban el infanticidio, los bonobos eran animales increíblemente relajados: vivían en sociedades matriarcales, solucionaban sus problemas teniendo sexo, a veces incluso entre machos y entre hembras, y se pasaban gran parte del día jugando en la selva.
Ambas especies, chimpancés y bonobos, se habían desarrollado en los lados opuestos de un mismo río, y el ser humano parecía una combinación exacta de las dos: estaba más cerca de ambos que de ningún otro animal en el planeta. Hoy sabemos que tenemos sólo un 1,3% de diferencia genética, pero el misterio en torno a los bonobos no ha se disipado, sobre todo porque pocos primatólogos se han atrevido a entrar en las peligrosas tierras del Congo: los que más lo han hecho han sido los de la Universidad de Kyoto, que a mediados de los 70 establecieron una base en Wamba, en medio de la selva congoleña, pero tuvieron que abandonarla en 1998, cuando comenzó una guerra civil que dejó casi cuatro millones de muertos.
Muy poco de esa sangrienta historia sabía la chilena Isabel Behncke cuando en 2008, en un congreso de primatología en Edimburgo, se acercó a Takeshi Furuichi, director del centro de Wanda —que a cinco años del fin de la guerra seguía prácticamente abandonado— y le pidió permiso para instalarse allí. Él la miró sorprendido.
—Me acerqué a decirle que quería hacer un estudio sobre los bonobos y fue chocante para él, como si no supiera qué responderme —cuenta la primatóloga, de 40 años—. Me dijo: “Yo no te puedo ayudar, pero si consigues medios… es el sitio más difícil de África, pero si quieres ir… anda”.
Ella acababa de terminar un magíster en Cambridge, había hecho su tesis sobre una población de bonobos en cautiverio y se había enamorado de esos grandes simios, extrañamente pacíficos, de los que —se cree— quedan apenas entre diez y cincuenta mil. Le interesaba comprender, sobre todo, de qué forma un mamífero tan grande y parecido a nosotros había llegado a establecer un tipo de sociedad tan radicalmente distinta a la nuestra: organizada en base a un matriarcado, con lazos de cohesión fuertes y transversales, capaces de encontrarse, de pronto, con otro grupo de su especie, y en vez de luchar, ponerse a jugar por todo el bosque. Los había observado durante meses en un zoológico del pequeño pueblo inglés de Twycross, uno de los ocho lugares del mundo en que viven en cautiverio, y los había visto haciéndose cosquillas, riéndose, apareándose por placer o con el único objetivo de calmar tensiones, creando sus propios juegos grupales.
Los bonobos habían copado totalmente su curiosidad.
—Si uno quiere entender mejor al ser humano, hay que entender sus raíces familiares, de dónde venimos. El problema es qué haces cuando todos tus abuelos evolutivos se extinguieron. Es como si fueras huérfano, ¿no? Y entonces descubres que hay unos primos tuyos vivos en otra parte, que están allí, y que se parecen a ti en algunas cosas y en otras no —explica Isabel Behncke—. Yo lo que quería era entender cuál era el origen de la creatividad humana, del juego, de la risa, de la alegría compartida, y para eso tenía que internarme en el corazón de las tinieblas.
Lo que se propuso, entonces, fue intentar convencer a la academia inglesa de que la ayudaran a internarse en un país desconocido, que acababa de salir de la peor guerra de su historia, para perseguir en bosques llenos de peligros unas cuantas respuestas sobre nosotros mismos.
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En Cambridge lo consideraron una locura, pero en cambio al profesor guía de su doctorado en Oxford, el antropólogo Robin Dumbar —uno de los investigadores de primates más importantes del mundo— le pareció tan sólo una mala idea. Le dijo que todos los estudiantes que se habían ido a la selva a estudiar los grandes simios volvían con poco más que unas cuantas fotos de árboles. Pero si de verdad quería intentarlo, la ayudaría a conseguir un permiso.
—Me dijo: “Son animales salvajes, no te van a dejar que te sientes en su living. Es tu tiempo… pero te digo una cosa: no te mueras” —cuenta la primatóloga chilena—. “No se te vaya a ocurrir morirte, porque si te mueres voy a tener que llenar una cantidad de papeles muy importante”.
Su experiencia trabajando en selvas le sirvió para convencer a la academia, aunque en realidad se trataba de selvas frías: después de estudiar Zoología en Londres, Behncke había trabajado para la Fundación Huilo Huilo en proyectos de conservación de bosques nativos chilenos, pero en 2005, cansada de remar contra la corriente, se había ido a estudiar a Cambridge un posgrado en Evolución Humana.
Allí conoció a los bonobos, y con ellos la pregunta que cuatro años después la llevó a internarse en el Congo: cómo los grandes simios desarrollamos nuestras relaciones sociales, y cómo el medio ambiente las determina.
La primatóloga cuenta esas cosas en su oficina del Centro de Investigación en Complejidad Social de la Universidad del Desarrollo (CICS), que la reclutó este año, aunque vive la mayor parte del tiempo entre Estados Unidos e Inglaterra, donde está asociada a la Universidad de Oxford. Tres meses atrás, su nombre dio la vuelta al mundo luego de ser elegida entre las seis primeras personas en la historia de las TED Talks en dar una charla en español en la versión central del evento, en un gesto que pareció ir contra las políticas discriminatorias de la administración Trump. Entre sus compañeros estaba el cantante uruguayo Jorge Drexler y la colombiana Ingrid Betancourt.
En esa charla, volvió a repasar las preguntas que han transformado su vida y la han convertido en una de las primatólogas más conocidas del planeta: ¿Por qué un grupo de grandes simios, aislados por un gran río y en un mundo salvaje, desarrollaron una de las sociedades más pacíficas del mundo natural? ¿Cuánto de ellos hay en nosotros?
En junio de 2009 llegó en una avioneta hasta el poblado congoleño de Wamba, donde estaban las instalaciones de la Universidad de Kyoto —y donde viviría en una pequeña casa de adobe, sin puerta ni ventanas, que por las noches se llenaba de arañas y murciélagos— en busca de sus primeras respuestas. El poblado, en territorio de un grupo de treinta bonobos, todavía sufría los estragos que había dejado la guerra civil: los niños del pueblo morían de malaria y otras infecciones, y ella intentaba ayudarlos con los pocos antibióticos que podía conseguir. Con la gente del pueblo —miembros de la tribu bongando— se sentía protegida: su cosmovisión considera a los bonobos como una especie de parientes del bosque, y cazarlos, para ellos, es equivalente al canibalismo. La muerte, en cambio, tenía forma de serpiente, víboras de la noche africana para las cuales no contaba con ningún tipo de vacuna.
Los días, en ese primer viaje de seis meses, y también en los que volvió a hacer en 2010 y 2011, fueron siempre iguales: levantarse a las 3:30 am, caminar en medio de la noche, atravesar el bosque, evadiendo serpientes y otras sombras salvajes, hasta llegar al fin a donde estuvieran los bonobos. Aprender, primero, a distinguirlos, allá entre los árboles, luego a seguirlos sin ser detectada, y de a poco, ir ganando su confianza, hasta que la aceptaran como una presencia de su grupo. Entonces anotar cada observación en una libreta, hasta llegar a acumular miles de datos.
De esa forma fueron apareciendo frente a sus ojos los vestigios de la trama secreta de la vida terrestre: el desarrollo evolutivo. Pudo ver cómo las diferencias en el medio ambiente a uno y otro lado del río Congo influyeron radicalmente en la evolución de los bonobos, separándolos para siempre de los chimpancés. De qué forma la mayor presencia de alimentos de un lado del río —entre otras cosas, se cree, por la ausencia de gorilas— permitió que los machos bonobos no tuvieran que competir entre sí, y por tanto las relaciones sociales del grupo cayeran en manos de las hembras. Cómo eso fue generando un fuerte vínculo entre ellas, que comenzaron a dejar de aparearse con los machos violentos, hasta reducir el nivel de agresión hasta un punto totalmente seguro. Cómo entonces, los juegos y el placer pasaron a ocupar un rol central en la cultura de un grupo de primates. Ese tipo de evidencias, que para un evolucionista es una forma de la belleza.
—¿Qué fue lo más revelador para ti?
—Me llamó la atención cómo los subgrupos eran siempre diversos, machos, hembras, chicos, grandes, y tu veías que las mamás estaban superrelajadas de que sus hijos jugaran con otros machos, incluso de otros grupos. Aunque parezca obvio, es increíble ver cómo cada individuo es un ecosistema, cómo cada uno es parte de una red social. Todos en un baile constante con el medioambiente.
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Los diarios que Isabel Behnke escribió en sus tres viajes al Congo, entre pensamientos, cartas a sus cercanos y observaciones de sus caminatas por el bosque, pronto serán publicados en Chile y Estados Unidos. Sus observaciones científicas, por otra parte, están anotadas en una planilla de Excel de cien mil celdas, que un matemático de la Universidad del Desarrollo, Jorge Castillo, está analizando para obtener datos más sutiles: evidencias de cómo las variaciones de clima o de alimento pueden incidir, por ejemplo, en la frecuencia de los juegos masivos de los bonobos. De qué forma, también, esos eventos juegan un rol clave en su mayor victoria como especie, que estamos muy lejos de conseguir los seres humanos: erradicar la violencia fatal entre nosotros. Todas sus preguntas hoy van en esa dirección: cómo se generan los lazos de confianza dentro de una especie, en qué condiciones aumenta o disminuye la cohesión social, y qué lecciones, en ese sentido, podemos aprender de nuestros primos bonobos.
En los festivales a los que la invitan a hablar del tema
—como Burning Man, la enorme ciudad dedicada al arte que se monta una vez al año en un desierto de Nevada—, aprovecha de observar las aglomeraciones de público e intenta encontrar similitudes entre las cosas que vio en la selva y la forma en que “jugamos” los seres humanos. Entonces saca su libreta y empieza a anotar interacciones, momentos de cohesión o conflicto, y va llenando celdas. Luego hace comparaciones. Le cuesta dejar de pensar en esas criaturas extrañas y entrañables, sobre todo en una escena que vio durante su segundo viaje: la tarde en que_atravesó un río junto a los bonobos de Wamba, y, de pronto, se toparon de frente con otro grupo de bonobos desconocidos._Eran unos cuarenta. Entonces pudo ver la selva profunda del Congo transformada en un enorme parque de juegos.
—Cuando estudias a los bonobos, te enamoras de ellos como especie, los quieres cuidar y proteger —dice la primatóloga Isabel Behnke—. Te estremece la importancia intelectual e histórica de que tengamos un animal tan cercano a nosotros, y que tal vez perdamos tan luego.
Eso le preocupa: los bonobos, una especie hoy amenazada por la deforestación de los bosques africanos, por la caza y, sobre todo, por el cambio climático que está secando la selva, podrían correr grave peligro de extinción en las próximas décadas. Si eso sucede, habremos perdido a una de las últimas piezas capaces de conectarnos con los hombres que algún día fuimos.
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