Vivimos en la era de la globalización del populismo. Este extraño animal, que parecía ser un ente privativo de la exótica fauna política latinoamericana, ha echado raíces tanto en Estados Unidos como en Europa, donde sólo había existido como excepción. Tampoco Chile había sido un terreno fértil para el populismo, si bien tanto Arturo Alessandri como Carlos Ibáñez del Campo incorporaron elementos populistas en su retórica.
Sin embargo, mucho indica que nuestro país está a las puertas de sufrir el embate de una oleada populista, ya anunciada por figuras como Marco Enríquez-Ominami y Franco Parisi, pero que ahora amenaza con asumir proporciones mucho mayores como elemento clave de los discursos de un Alejandro Guillier, un Manuel José Ossandón o del Frente Amplio de Gabriel Boric y Giorgio Jackson. La inminencia de este escenario hace pertinente reflexionar sobre el populismo, tratando de entender sus elementos constitutivos y formas características.
El discurso populista, cualesquiera que sean sus orígenes y matices, tiende a articularse en torno a cinco ejes que, en su conjunto, forman lo que podríamos llamar su versión arquetípica o plenamente desarrollada. Ello nos proporciona un punto de referencia para poder aquilatar el contenido populista de las nuevas alternativas políticas que están despuntando en Chile.
El primero de ellos, y el más esencial, es la contraposición entre pueblo y élite. El pueblo (“la gente”, “los ciudadanos”) es puro, pero vive bajo la dominación y el engaño de “los de arriba”, la élite transversal corrupta y ajena a los genuinos intereses de las grandes mayorías. A este eje discursivo básico se le suma un segundo elemento: el enemigo foráneo, en connivencia con el cual actúa la élite local. En el discurso populista latinoamericano clásico -ya sea neofascista como el peronismo o de izquierda como el chavismo- este rol le ha sido asignado al “imperialismo”. Actualmente es la “globalización neoliberal” la que asume, tanto a izquierdas como derechas, ese rol maligno.
El tercer elemento del universo discursivo populista es la metáfora apocalíptica, es decir, la alusión a una amenaza letal contra el pueblo o la nación, encarnada ya sea por la globalización, las migraciones, el libre comercio, las élites corruptas o, en general, un orden liberal que no resguarda la soberanía ni los intereses del pueblo. Ello lleva, necesariamente, al cuarto elemento del imaginario populista: el componente mesiánico, es decir, la necesidad de una acción decisiva que impulse un cambio radical, un quiebre dramático con el estado de cosas imperante a fin de salvar al pueblo del accionar depredador de sus enemigos internos y externos.
Finalmente, tenemos la articulación del mensaje populista como un discurso generalizado de protesta, donde los antis son mucho más importantes que los pros, tratando de canalizar todos los descontentos y ofreciendo soluciones simples para problemas complejos. Esta característica es la base tanto de la fuerza (como movimiento transversal de oposición a lo existente) como de la debilidad (como alternativa coherente de gobierno) del populismo.
Esta forma arquetípica del discurso populista tiende a promover tres características sobresalientes de los movimientos populistas. En primer lugar, su preferencia por formas democráticas rupturistas, confrontativas y plebiscitarias mediante las que “el pueblo” podría expresar directamente su voluntad, saltándose las mediaciones propias del sistema liberal-democrático y las trabas que impone la división del poder. La asamblea constituyente es por ello su panacea. De esa forma, los líderes populistas buscan obtener un mandato fuerte y refundacional, que les permita enfrentar, de forma expedita y decidida, a las fuerzas que estarían oprimiendo al pueblo.
Este aspecto explica la segunda característica de los movimientos populistas, a saber, su orientación hacia el personalismo autoritario, es decir, hacia el protagonismo sin cortapisas de un “hombre (o mujer) fuerte”, capaz de encarnar el “verdadero sentir” del pueblo o, simplemente, “ser el pueblo”. Esa supuesta simbiosis es la justificación del poder personal del líder que, siendo la voz del pueblo, no debe conocer límites.
Estas características nos permiten entender el tercer rasgo típico de los movimientos populistas: su inestabilidad. A diferencia tanto de los partidos corporativos o “de clase” como de aquellos inspirados por una ideología relativamente coherente, los movimientos populistas tienden a enfrentar severas crisis bajo dos circunstancias. Por una parte, cuando su líder fundacional o aquel que logró darle prominencia al movimiento desaparece o es desafiado por lideratos alternativos. Por otra, cuando se asumen responsabilidades gubernativas, teniendo que poner a prueba sus recetas políticas y cumplir sus promesas.
En Chile estamos todavía en los albores del populismo, pero sus condiciones están dadas: el descrédito de las élites en general y de la clase política en particular, una fuerte crisis de representatividad y confianza de las instituciones políticas y unas expectativas de bienestar que han desbordado ampliamente los innegables logros alcanzados, generando un descontento amplio y difuso que busca canalización.
La mesa del populismo está servida y los comensales no faltarán a la cita. Pronto veremos si somos capaces de resistir a los encantos del discurso populista o si, por el contrario, dejaremos que nos embobe con sus consecuencias ya conocidas.
*El autor es senior fellow de la Fundación para el Progreso y director de la Cátedra Adam Smith de la Universidad del Desarrollo (@MauricioRojasmr).