Señor director:
El chileno que sale y luego retorna debe volver a un proceso de “reinserción” a su cultura y sociedad, lo que puede durar meses o años. Esta adaptación no es fácil y no está exento de soledad, incluso más que la vivida en el país del que se vuelve. No obstante, además del mundo familiar y las amistades, ciertas claves culturales permiten la incorporación de forma regular, desvaneciéndose paulatinamente la sensación de ser extraño en el propio país.
¿Qué sucede en el caso del inmigrante, quien no solo se siente extranjero sino que la sociedad lo cataloga como tal? Constantemente caemos en la ambigüedad de emplear los términos extranjero e inmigrante como sinónimos, los que están en el discurso cotidiano de manera indistinta. A propósito de la definición de Simmel, el término extranjero se considera como un sujeto que confluye entre lo próximo y lo lejano, que está pero no es uno de los nuestros, cuestionando la interacción. Esta ambivalencia produce miedo; aquella ingrata sensación que, al momento de sentirla, actúa como un arma de defensa y protectora de lo que “nuestro imaginario” ha creado como pertenencia: la nación. Ese miedo crea inseguridad y desconfianza, luego rechazo y finalmente distancia. Así, este inmigrante ajeno a la sociedad autoalimenta su propia idea de yo como extranjero, marcando un límite.
¿Qué definiciones deberíamos emplear para evitar una ambivalencia con el otro? ¿Cómo educar a las nuevas generaciones respecto de conocer y entender al migrante? Tenemos que debatir al respecto; de no hacerlo estaremos dentro de poco cosechando tempestades porque sembramos vientos.
Elvira Ríos
Investigadora Centro de Estudios de RR.II, Universidad del Desarrollo
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