A muchos les cambió la vida en su adolescencia después de leer el «Manifiesto Comunista», «1984», o quizás algo de Nietzsche. Pero a Alejandra Ceballos, cientista política de la UDD, de 25 años, le pasó después de leer «El hambre», de Martín Caparrós. Específicamente, con la historia de una mujer muy pobre en África, a la que le preguntan cuál era su comida preferida. Ella responde que es el mijo, una especie de harina con la que hacen un pan. Le preguntan entonces si no le gusta más el pollo, pero responde que no tendría sentido si no va a poder comerlo nunca.
Según un cálculo de Tristram Stuart (uno de los principales activistas en contra del desperdicio de alimentos a nivel mundial, que obtiene sus datos de informes de la FAO), hoy en Chile se generan 1.62 millones de toneladas de basura correspondiente sólo a alimentos en buen estado. Por eso, en mayo de este año Alejandra creó la fundación «Desperdicio cero» junto a Ángel Guerrero (artista visual), Diego Nodleman (abogado) y Macarena Navarrete (psicóloga), tres amigos suyos. Una de sus iniciativas es la «Despensa social», que rescata alimentos desechados por ferias y almacenes que están en buen estado y los entrega a instituciones de beneficencia, además de educar respecto del consumo y desperdicio. Sobre el tema están escribiendo un libro.
Alejandra, magíster en Políticas Públicas de la UDD, desarrolló su tesis «La tragedia de los alimentos», sobre el desperdicio en Chile, los desafíos del sistema y sus intereses políticos.
—¿Qué políticas públicas hacen falta en Chile para evitar el desperdicio?
—Hay dos proyectos dormidos en el Congreso. Uno apunta a que los supermercados no puedan botar comida que aún esté disponible para el consumo humano, y el otro a que se facilite su donación a instituciones sociales. Pero ninguna apunta a las responsabilidades civiles y penales por desperdiciar alimentos. Eso es muy importante si queremos avanzar y lo han considerado países que están más a la vanguardia como EE.UU.
—¿Cuál es la causa de tanto desperdicio en Chile?
—Es más que nada ineficiencia social. Estamos botando alimentos que están buenos; en los supermercados la gran mayoría es porque no cumplen con estándares estéticos: la manzana está fea o tiene una picadura de bicho. Nos acostumbramos a la fruta perfecta, pero hay un montón que está buena también.
—¿Y esa fruta es la que ustedes recogen con la «Despensa social»?
—Recolectamos frutas y verduras que nos dan los almacenes y verdulerías que colaboran con nosotros, y también de las ferias. Luego se las entregamos a instituciones de acogida de gente en situación de calle. Mi idea es poder llegar también a los campamentos, porque estas instituciones reciben ayuda, y alimentarse correctamente es parte muy importante del presupuesto de cada familia, sobre todo de escasos recursos. Por eso, no sólo les entregamos los alimentos, sino que les enseñamos cómo conservarlos y cocinar.
—El 42% de los alimentos desechados en Chile es desperdiciado directamente por los consumidores.
—Una de las principales causas de esto es que la gente no sabe conservar sus alimentos. Nosotros somos una de las primeras generaciones que no sabe cocinar. Estamos acostumbrados a la inmediatez, a tener la comida lista, a pedir comida.
—¿Entonces, el foco debiera estar en la educación y en la cocina?
—Lavín tuvo una iniciativa, el almuerzo de dos lucas. No era una mala idea, pero no supo plantearla bien y fue vapuleado. El problema de la alimentación se toma en Chile de forma dispersa. Por ley, el Ministerio de Agricultura debiera ocuparse de las necesidades nutricionales en Chile, pero al final se divide en distintas carteras. El de Educación, por ejemplo, se hace cargo de una parte a través de la Junaeb y ahí se desperdicia mucha comida. Lo que se desperdicia en un día sirve para alimentar a todo Punta Arenas.
El objetivo principal de «Desperdicio cero» es que se deje de concebir a los alimentos como una mercancía más y se vuelva a tomar en cuenta su valor emocional. Para ella, «cada vez que queremos celebrar algo, hay comida de por medio, y cuando queremos demostrar cariño, lo hacemos a través de la comida».
—¿Y cómo piensas que las políticas públicas pueden influir en la parte emocional de la alimentación?
—Es ridículo que como política pública se prohíba la venta de comida chatarra en los colegios y que al mismo tiempo se bote una cantidad tremenda de comida. Es un discurso inconsecuente, porque le dice a la gente que tiene que alimentarse de forma sana, pero alimentarse de forma sana es súper caro. La gente no siempre puede, y para una familia, en vez de preparar legumbres, es mucho más accesible comprar tallarines, que llenan más, alcanzan para toda la familia y son más rápidos de cocinar para la mamá que trabajó todo el día.
—¿Es preciso concebir los alimentos de forma distinta?
—No pensamos en el trabajo que hay detrás, nos alimentamos, no solo nutricionalmente, sino que emocionalmente también. La comida siempre nos trae recuerdos. Cuando era chica, mi abuela nos hacía siempre la misma torta, para todos los cumpleaños. Era mi torta favorita. Pero ahora, ¿dónde has visto que la gente haga tortas en las casas para los cumpleaños? Uno las compra. Tenemos que dejar de concebir los alimentos como una mercancía más.