Esta semana se da a conocer el libro «Subsidiariedad en Chile: justicia y libertad» que se agrega al que fuera publicado hace algo menos de un año («Subsidiariedad: más allá del Estado y Mercado») sobre este mismo tópico.
El principio de subsidiariedad además de constituir el sustrato sobre el que se cimenta, en gran medida, el pensamiento conservador-liberal, es, también, el fundamento de múltiples políticas no exclusivas de éste. La razón, en lo fundamental, radica en que a partir de él se derivan una serie de consecuencias respecto del rol del Estado, y por cierto, de los derechos del individuo frente a éste. En efecto, se trata de un principio de ordenación institucional, que limita las competencias del Estado a funciones en las que los individuos no pueden por sí mismos dar soluciones; a los problemas que como miembros de la sociedad a todos nos competen para una vida mejor. Un ejemplo lo constituye la descentralización en la medida que se postula que las decisiones se deben tomar siempre en el nivel más próximo donde tienen sus efectos: lo local antes de lo nacional.
La subsidiariedad en cuanto principio regulador del ejercicio de las competencias de diversos órganos en la sociedad, incluido el Estado, supone que existen ámbitos en los que al Estado no le está permitido intervenir, mientras que en otros ciertamente debe hacerlo, siendo estos la provisión de bienes públicos y la mitigación de males públicos.
Así, el principio de subsidiariedad pretende garantizar el ejercicio de las libertades individuales en las diversas instancias de organización social, atribuyéndole al Estado un rol crucial pero no único y exclusivo e incluso hasta transitorio. En el caso de bienes y males públicos, no resulta problemático identificar su función. No obstante, cuando la definición de lo público y lo privado se torna ambigua y hasta equívoca, los límites se hacen difusos y hasta dañinos para la convivencia social y desempeño eficiente del Estado.
Un ejemplo es el apoyo que se entrega a una comunidad educacional, que se fundamenta en su incapacidad de desarrollar sus propios proyectos, por lo que la sociedad a través del Estado provee los recursos pecuniarios y curriculares. Sin embargo, ¿supone esto limitarse a una fórmula curricular? Para ello se argumenta que en tanto el Estado entrega los recursos, entonces el beneficiado debe ceñirse a sus dictámenes. No obstante, esto supone que la sociedad tiene un solo proyecto educativo, lo que niega el interés de todo individuo de poder convivir en una sociedad en la que se aceptan sus creencias de igual modo que él debe respetar las de otros.
En resumen, la subsidiariedad más allá de los prejuicios de sus detractores constituye una fuente de sustentabilidad para combinar adecuadamente la libertad individual con la cooperación voluntaria que exige la vida social y política.
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