Una de las formas más estrepitosas en que los partidos políticos pierden representatividad y hasta legitimidad es dejar que la movilización social expresada en la «calle real o virtual», reemplace su función en tanto agentes articuladores y deliberativos. Cuando los partidos dejan que éstas, las movilizaciones, sean el medio de expresión de intereses y proyectos en una sociedad, la autoridad se debilita y los atrapa una cadena de reacciones que no responden a una lógica reflexiva sino simplemente pasiva, receptiva de lo que aparenta ser lo correcto.
Esto no significa restar importancia a las movilizaciones, pero no es lo mismo que dejar que éstas se constituyan en el modo natural de construcción de la agenda, sin contrapeso. Una cosa es estar atento a lo que determinados grupos de la sociedad expresan, y otra muy distinta es transformar a los partidos políticos y sus funciones de representación en meros buzones de los gritos de la calle.
Es así que desde 2011, y de manera paulatina, los procesos de movilización han ido usurpando el rol de representatividad de los partidos, sin que estos hayan tenido la fuerza o convicción para contener el avance de aquellos sectores que no buscan vías institucionales de representación, sino la manifestación y protesta. Más aún, han sido parlamentarios y autoridades políticas las que —con un afán tal vez comprensivo, pero más probablemente electoral— incluso han apoyado las diversas movilizaciones que vienen ocurriendo, y que hoy son descalificados cuando deben ejercer funciones de autoridad. Qué mejor ejemplo de todo esto que el de la alcaldesa Tohá.
Esto último tiene graves repercusiones, pues se supedita el esfuerzo deliberativo, crucial para la democracia, a respuestas que pretenden simpatizar con demandas supuestamente «populares» y que por el solo hecho de que sean «masivas» tienen que llevarse a cabo. En todo esto hay un sinnúmero de errores de ingenuidad. Estos acercamientos o simpatías con los sectores radicales que se movilizan en la calle no necesariamente tienen efectos electorales ni menos ideológicos; quienes ganan son los sectores radicalizados.
Pero más grave aún es que la política se desfigura y sólo se busca complacer el humor asambleísta o, en el mejor de los casos, a sectores que pueden ser potenciales electores, lo que no es otra cosa que populismo.
No es raro, por lo tanto, que proyectos de ley que prevalecen responden a demandas «sociales», sin que medie un sentido de responsabilidad o prudencia para anticipar sus consecuencias. A modo de ejemplo, los contenidos de la reforma educacional, en que se hace caso a consignas en vez de a principios de razonabilidad; proyectos que buscan eliminar tareas para la casa sin preguntarse si ello debiera ser constitutivo de una ley, por buena que sea la idea; leyes que traspasan costos de corte y reposición de electricidad por no pago a todos los usuarios, a todos, incluidos los que con esfuerzo pagan sus cuentas, denominando a esto equidad.
Eugenio Guzmán, Decano Facultad de Gobierno, Universidad del Desarrollo.
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