La promesa de gratuidad en la educación superior realizada por la Presidenta Bachelet y repetida por todos sus candidatos a lo largo del país hoy aparece matizada para unos e incumplida para otros, por la idea de un impuesto a los profesionales de más altas remuneraciones por un período que ha salido desde el Ministerio […]
La promesa de gratuidad en la educación superior realizada por la Presidenta Bachelet y repetida por todos sus candidatos a lo largo del país hoy aparece matizada para unos e incumplida para otros, por la idea de un impuesto a los profesionales de más altas remuneraciones por un período que ha salido desde el Ministerio de Educación.
¿Qué hay detrás de este anuncio que ha generado un transversal rechazo? ¿Es sólo la filtración de un mala idea o es el reconocimiento implícito de que los fondos destinados a la reforma serían insuficientes para cumplir esta promesa?
Resulta inexplicable que si el discurso principal para aprobar la reforma tributaria era que se necesitaban los fondos para la reforma educacional, ahora se diga que los fondos serán insuficientes. En este caso, los alegatos de la oposición que acusó al ministro Eyzaguirre de improvisación encontrarían eco en la realidad, pues efectivamente la falta de un plan detallado y completo de lo que se quería hacer en educación hizo que fuera imposible anticipar los costos reales, los cuales hoy estarían sin poder financiarse.
Ya algunas voces autorizadas del oficialismo, como el senador Montes, hablan de una segunda reforma tributaria. Ello viene a reforzar el concepto de que, al parecer, la recién aprobada constituye una palabra al viento, tanto en su capacidad de recaudación como en su supuesta distancia con el crecimiento y el empleo.
La gratuidad universal en la educación superior ha sido calificada por sus detractores como una política pública regresiva que beneficia más a quienes más tienen, y defendida por quienes postulan que es un derecho universal. Este debate de fondo tiene sentido y es importante que se produzca, pero distinto es que un gobierno que asume con una promesa de gratuidad universal, financiada con una reforma tributaria, hoy quiera dar pie atrás.
Quizás lo responsable y correcto es que si el ministro ve inconveniente para el país insistir en cumplir con la promesa tal cual fue comunicada, busque fórmulas de atenuar su negativo impacto.
Es la credibilidad de la autoridad política y del Gobierno la que queda en entredicho, pues un impuesto a los profesionales titulados, aunque sea contingente al ingreso, inhabilita al Ejecutivo para seguir hablando de gratuidad. Más sincero sería volver a discutir cuál es la mejor forma de financiar la educación superior.
Columna publicada 07/04/2015 en La Segunda