Quizá debiéramos hacer el ejercicio mental sobre lo que ocurre dentro de la sala de clases y qué implica la docencia, desde la selección de los futuros docentes, y tener a la vista lo que también enseñan algunos estudios sobre la calidad del docente.
Las motivaciones que el actual programa de gobierno propone para mejorar la calidad de la educación no son nuevas. La Ley 20.529 que crea el “Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Parvularia, Básica y Media” (2011) viene precedida por una serie de políticas que ya apuntaban a fijar estándares de aprendizaje y el fortalecimiento de las capacidades institucionales, como la Ley 20.370 (2009).
Este sistema se ha propuesto la tarea no menor de promover “el desarrollo espiritual y ético” de los estudiantes, allí donde se debe contar con “indicadores de calidad para los procesos relevantes de los establecimientos educacionales”. Este punto no es trivial, si quisiéramos consensuar cuáles son los “insumos” que mejoran los indicadores de calidad -indicadores que no es una tarea menor medir-. Respecto del primer punto, autores como Hanushek han mostrado el fracaso de los esfuerzos gubernamentales por mejorar la calidad por medio de políticas escolares basadas en insumos (input based schooling policies), ignorando los incentivos que existen al interior de las escuelas.
Lamentablemente, la mayor parte de los esfuerzos de la actual reforma suponen que, aumentando los insumos, derivará en el mejoramiento de la calidad. Por ejemplo, se espera que con un cambio marginal en los ingresos de los establecimientos -los cuales estarán sometidos asimismo a sistemas de rendición de cuentas sobre indicadores sin validar- se lograrán mejoras en calidad. Lo que la evidencia rechaza.
Si la calidad hoy es medible por pruebas estandarizadas, la única forma que sepamos si existen mejoras, será por medio de estas evaluaciones; no obstante, existen voces que sin matices pretenden eliminar los mecanismos de evaluación. Esto no quiere decir que el Simce no sea objeto de mejoras, o que sea pertinente revisar otros mecanismos; pero apelar, por ejemplo, al modelo finés, que ya lleva 40 años de una política con el foco puesto en la carrera docente, es a lo menos una visión ingenua. Además, no está claro cómo mediremos el desarrollo espiritual y ético de los alumnos, si el Estado exige un curriculum maximalista en contenidos de toda índole y, al mismo tiempo, ha eliminado de él la filosofía y formación cívica.
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