Creer en la promesa e ilusión de un sistema que solucionaría gran parte de los desafíos a los cuales se enfrenta nuestra democracia parece algo ingenuo.
Pocas veces ha existido una institución que haya generado tanta atención –y tensión– como el sistema binominal. Defensores y detractores expusieron constantemente sus pros y contras, y de tiempo en tiempo los últimos pusieron todos sus esfuerzos en derogarlo.
Finalmente lo han logrado, y es un triunfo no menor para su historia. Otra obra de la “Dictadura” ha sido derrumbada gracias a la retórica de un argumento construido cuidadosamente durante décadas, y hoy ese mismo discurso adorna un sistema que promete más democracia, más representación y más participación. Pero, ¿qué tan cierto es lo que promete? Los análisis políticos, simulaciones empíricas y la literatura académica nos llaman a la mesura frente a tanta grandilocuencia de un grupo extasiado con su victoria.
Esta mesura se fundamenta en tres piedras ancla; en primer lugar, por definición ningún sistema electoral es más democrático que otro.
Como segundo punto se presenta el ideal de “representación”, que debe ser atendido con especial atención, pues los impulsores del ya consumado nuevo sistema argumentan que permitirá que el voto de los ciudadanos se transforme de forma clara y transparente en puestos en el Congreso, evitando casos como el de Marisela Santibáñez en La Florida –a esta altura un caso transformado en mártir–. Por el contrario de lo argumentado, este fenómeno seguirá ocurriendo y puede incluso exacerbarse; ¿por qué? Sencillo, los sistemas de representación proporcional con listas buscan que se represente al bloque político en el Congreso de manera semejante a los votos obtenidos en la elección y no así a los candidatos.
Cuando los casos como el de la candidata Santibáñez vuelvan a ocurrir, muchos se preguntarán donde habrá quedado esta promesa. Para los entendidos no será una sorpresa, pues basta ver el arrastre de las elecciones de concejales para tener una idea de lo que ocurrirá (el nuevo sistema funciona en una lógica prácticamente idéntica al que menciono). Un ejemplo sencillo fue el caso de Cañete en la elección de concejales de 2008, donde gracias al efecto arrastre el Partido Radical logró elegir a un candidato que obtuvo sólo el 0,86% de los votos, siendo éste la “mayoría” número 22 (de 24 candidatos) en una comuna donde se repartían 6 puestos. Esto no sólo dejó fuera del Concejo Municipal a otros 16 candidatos con mejor votación popular, sino que también sirve como fiel ilustración de lo que puede ocurrir con el nuevo sistema.
En tercer lugar, ¿aumentará la participación? Recordemos que con la reforma de 2005 se unieron en una misma fecha las elecciones presidenciales y parlamentarias, uno de los fines de esto era disminuir la alta abstención en las elecciones al Congreso, tal como ocurrió en 1997 y 2001. Entonces, conociendo que en Chile los ciudadanos participan más en elecciones presidenciales, y que estas ocurren al mismo tiempo que las parlamentarias, podemos concluir que el cambio de sistema por sí mismo no tendría efecto sobre la abstención electoral.
Así, creer en la promesa e ilusión de un sistema que solucionaría gran parte de los desafíos a los cuales se enfrenta nuestra democracia parece algo ingenuo.
Lo expuesto son sólo tres puntos de un sistema con demasiados flancos débiles, que podrían causar un aumento en la fragmentación e incentivos poco sanos para la estabilidad democrática. Mientras tanto vemos cómo un sistema nos deja, el cual fue garante de la democracia durante su período de transición y articulador principal de los grandes bloques políticos que nos gobernaron a partir del Presidente Aylwin, y nos permitieron crecer durante más de dos décadas sostenidamente en paz y armonía social.
Publicada en el Líbero 18/01/2015
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