La opción de reemplazar temporalmente a los trabajadores en caso de huelga es una de las políticas más controvertidas en las últimas décadas en el mundo. Se supone que cuando hay reemplazo los acuerdos salariales a los que conduciría la negociación serían algo inferiores a los que se lograrían cuando el reemplazo está prohibido. Sin embargo, la prohibición del reemplazo 110 solo tiene efectos en los salarios sino también en la incidencia de huelgas y en su duración. Cuando el reemplazo se prohibe, más sindicatos optan por la paralización, en más ocasiones y por más tiempo.
Asimismo, la prohibición del reemplazo trae consigo efectos macroeconómicos negativos en el empleo y en la inversión.
En Canadá la implementación de prohibiciones de reemplazo prácticamente duplicó la incidencia de huelgas y aumentó su duración en más de 31 días. Aunque los salarios aumentaron levemente, el tamaño del incremento no fue sustantivo y habría podido lograrse mediante otras políticas salariales con menos efectos indeseados.
Estos estudios se han replicado en otros países confirmando, entre otras cosas, que a menor probabilidad de reemplazo, mayor es la incidencia de huelgas y su duración.
También se ha documentado que las prohibiciones de reemplazo tendrían un efecto negativo en el empleo y producirían una reducción en la inversión. Respecto de esto último, el caso canadiense es muy ilustrativo. Estudios para el período que va entre 1967 y 1999 indican que la prohibición del reemplazo en Canadá disminuyó la inversión en todos los sectores económicos y el efecto fue especialmente pronunciado en la construcción. En este sector la inversión se contrajo en proporciones equivalentes a las de una crisis económica externa.
Si el ambiente chileno ya ha visto decrecer sus niveles de inversión, y se espera que esta se ralentice más aun (como consecuencia de una reforma tributaria que casualmente, afecta en especial al sector inmobiliario), una prohibición del reemplazo en huelga podría tener consecuencias muy complejas para nuestra economía.
Columna publicada en El Mercurio el 31/08/2015