EL MALESTAR ciudadano con la política está en su momento más álgido. Escándalos como Penta y Caval han catalizado años de mala evaluación y tienen a nuestro sistema político contra la muralla.
¿Cómo salir de esto? es la pregunta que hoy recorre nuestro sistema político. Aquellos que apostaron a que los costos se concentrarían sólo en la oposición, y especialmente en la UDI, se ven sobrepasados y su tesis derrotada por la indignación generada por el caso Caval y la aparición de nombres de la Nueva Mayoría en otros casos. Ha sido demoledor para el gobierno ver al hijo de la Presidenta Bachelet convertirse en el símbolo de los privilegios inmerecidos que disfruta la clase política.
La paradoja es que la solución debe ser desarrollada por los mismos poderes cuestionados -el Ejecutivo y el Legislativo-, pero al menos pareciera haber hoy convicción en algo: que esta es la última oportunidad de recuperar la confianza ciudadana, pero no será gratis; esta reforma, para que funcione, debe ser una reforma que duela.
Que duela, porque conlleva establecer un conjunto de reglas más exigentes para nuestra política, que implique una pérdida de poder para grupos que hasta ahora habían controlado partidos y Congreso; una pérdida de poder para la influencia del dinero y del aparato público en los resultados de las elecciones, que separe aún con mayor fuerza el tránsito entre el servicio público y el mundo privado, y que impida el mal uso de los recursos públicos con fines electorales; que haga más exigente y real el control del gasto electoral. Para esto debemos establecer también una institución robusta en facultades y con capacidad jurisdiccional. Por lo mismo se debe garantizar su independencia y estabilidad en el tiempo (un modelo puede ser un Servel verdaderamente autónomo, como lo es el Banco Central); y que se tipifiquen las conductas que serán consideradas faltas y delitos en materia electoral, con penas que disuadan a los candidatos de infringirlas, incluso llegando -en casos calificados- a la pérdida del escaño.
Esta será una reforma compleja, pero es urgente. Ni la ciudadanía ni el sistema político resisten otro semestre de escándalos. Por eso el anuncio de una comisión presidencial es un buen paso si en ella confluyen todos los actores relevantes. Pero el diálogo clave es el que se produzca entre gobierno y oposición; el consenso amplio es un requisito básico en la construcción de esta nueva institucionalidad para nuestra política.
También lo es saber que la legitimidad de la política -como mecanismo ordenador de la sociedad hacia el bien común- es el fondo de la discusión.
Como siempre, algunos entenderán esto como una reyerta más y serán pocos los que comprendan la gravedad del momento, de que sin dolor no se avanza en recuperar la credibilidad y confianza. Es de esperar que esta vez sean aquellos pocos los que tengan el valor suficiente para liderar y superar las naturales diferencias que implica dotar al país de una nueva institucionalidad para nuestros partidos.
Columna publicada en La Tercera 03/03/2015