Recientemente, la Fiscalía Nacional alertó que los mayores carteles de la droga se están instalando en Chile: el Cartel de Sinaloa, el Cartel Jalisco Nueva Generación y el Clan del Golfo. En efecto, hace unos días los hermanos Yolanda y Ricardo Salazar Tarriba, vinculados al Cartel de Sinaloa, solicitaron que el tribunal de garantía de Alto Hospicio revise la medida de prisión preventiva que enfrentan en Santiago.
Debemos considerar que, desde antes del estallido social, poblaciones de todo Chile comparten un diagnóstico común: segregación barrial, narco dominio infantil, control narco territorial, señalización con fuegos artificiales y balaceras, en el que confluyen una cultura narco asociada a barras bravas y una estética reggeatón-trap, escenario en el que el consumo problemático de nuevas drogas importadas (marihuana cripy y tusi) y el acceso a lujos marcan una cultura de ostentación que ha llegado incluso a las redes sociales. Y en el que las instituciones de seguridad y justicia han sido permeadas, incluso para la adquisición de armamento.
Con el estallido de octubre, fuimos testigos de la extensión de la violencia barrial a otras zonas de la ciudad, además del ataque armado a comisarías. Ya entonces surgían voces negacionistas sobre los vínculos entre la cultura narco y la violencia urbana. Lo mismo en la Macrozona Sur, donde bajo el estigma del “conflicto mapuche”, más bien, no se ha escondido ni terrorismo ni crímenes comunes, sino crimen organizado.
Desde este punto de vista, cabe alertar que en el crimen organizado, al igual que en un holding de empresas, concurren varias líneas de negocios que no solo se reducen al tráfico de drogas, también involucran trata de blancas, prostitución, sicariato, lavado de dinero y asociación ilícita para la consumación de delitos, tales como robo de madera, cobre, “exportación” de autos robados a países limítrofes, entre otros. En un contexto donde los procesos migratorios masivos hacia Chile son favorables al negocio criminal. En este punto, cabe preguntarse si hoy las instituciones del Estado están en condiciones de hacer el seguimiento de los dineros que financian la actividad criminal, lo que es la clave del negocio. Y hasta dónde el crimen organizado tiene bajo amenaza las fiscalías y las instituciones de seguridad.
Por lo mismo, para este fenómeno complejo valgan las palabras del poeta Charles Baudelaire, en el “Jugador generoso”, cuando pone a conversar a un hombre con el diablo. En esta conversación, Satán menciona a un predicador, por el que había tenido miedo por única vez respecto a su poder, y que dice: “¡Mis queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis pregonar el progreso de las luces, que, de las trampas del diablo, la más lograda es persuadiros de que no existe!”. Y es que el crimen organizado tiene una virtud: engaña haciendo creer que no existe. Es decir, que el problema no es él, sino otro.
Cuando la clase política y la opinión pública -elite que no vive en los barrios bajo control narco- invocan la “refundación de Carabineros” o indultar a los “presos de estallido”, dejan de lado el verdadero peligro. No hacen sino debilitar aún más la tierra fértil del crimen organizado: la desconfianza en las instituciones y el tejido social. El crimen organizado ya está presente en Chile y no es solo una amenaza, como afirma la Fiscalía. ¡Es una realidad! El control de nuestras fronteras y puertos no dan abasto. Y desde hace años se dice respecto al narcotráfico: Chile no es México. Sin embargo, ¿el crimen organizado no existe?
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