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Eugenio Guzmán: Violencia y proceso constitucional – La Tercera

Este domingo se cumple un año de lo que se ha llamado el estallido social, también denominado como el “despertar de Chile”. Ahora bien, no es poco lo que se ha escrito al respecto, y por cierto la controversia sobre su naturaleza y origen, no es menor. Un primer aspecto diferenciador de las visiones guarda relación con el origen de la demanda de cambio constitucional y las expectativas correspondientes. Es decir, si se trata de una demanda emergente o no. La verdad es que cuesta creer que dicha demanda fuera espontánea, más bien se trató de una respuesta del mundo político. Y cuesta creerlo, porque ni la política, los políticos ni las temáticas constitucionales han sido tópicos que cristalicen las necesidades ciudadanas. Para que decir de la movilización del 25 de octubre en que no había banderas de partidos y confluían todo tipo de consignas.

Pero entonces, ¿cómo se explica el grado de acuerdo con dicho cambio y las expectativas del mismo? Por lo pronto, por lo que llamamos “movilización de sesgos”, es decir, las élites y actores relevantes coincidieron en que esta era la respuesta, identificando una causa y remedio a la vez, y vaciando de otros significados la agenda política. Pero también, las expectativas asignadas al cambio fueron claves. Es decir, constituyó una fórmula que permitió identificar un “chivo expiatorio” que sublimara el descontento de una fracción importante de la sociedad y, además, se prometía un alivio a dicho malestar.

No obstante, estos diagnósticos han evitado un tema central, a saber, que el malestar hundía sus raíces en las expectativas que gobierno tras gobierno reprodujeron por décadas en un silencioso pero sistemático deterioro del dinamismo económico. Dicho de otro modo, que dicho malestar tiene una dimensión material no siempre verbalizada, y que busca con elegancia evitar ser rotulada como consumista, pero que permite explicarlo.

En esta misma línea, si bien hoy las expectativas parecen ser menores, en su momento la promesa era soberbia, sobresaliente. Se les estaba diciendo a las personas: esta es la salida. Los políticos nuevamente recuperaban la llave del problema. Y si bien en un principio estas se instalaron con rapidez y fuerza, con el paso de los meses y la epidemia, parecen no generar la épica y entusiasmo abrumador de un inicio. ¡Qué mejor ejemplo que la franja! Aún no sabemos si la participación será significativamente superior a las elecciones corrientes e incluso cercanas al plebiscito del 88 (sobre un 80%). Pero el problema emergente es la forma como serán administradas esas expectativas en los meses posteriores.

Una segunda diferencia en las interpretaciones, y tal vez una de las más relevantes la apreciamos en la visión que se tiene de la irrupción de la violencia en las manifestaciones. En el caso de los sectores de izquierda, y en particular el PC, se observa una confusa justificación de ésta, o al menos en evitar cualquier condena al respecto. A eso se suma una visión en la que el principal protagonista de la violencia ha sido el gobierno y la autoridad policial, es decir, la violencia sería reactiva. Si bien esta visión es compartida, al menos parcialmente, por sectores de centroizquierda, lo concreto, es que el impacto que está teniendo y tendrá en el proceso que se inicia con el plebiscito del 25 de octubre podría ser significativo. Es decir, podría transformarse en una herramienta de presión permanente, sesgando los resultados del proceso. Solo pensemos en una asamblea constantemente amenazada de “funas”, protestas y ataques. De ser así, la violencia, la que no es justificada por la mayoría de la población, será uno de los actores más disruptivos del proceso.

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