El debate que suscita el reconocimiento constitucional de los así llamados derechos sociales –salud y educación, por ejemplo– nos obliga a atender a su fundamento psicológico y moral, en el marco de las obligaciones que generan estos al Estado y a los contribuyentes. Es una obviedad que estos derechos tienen costos y, por ende, implican gastos para el erario fiscal. Dada la precariedad en que en la actualidad el Estado satisface la prestación de estos derechos sociales, no es trivial hacerse la pregunta de si acaso, por el solo hecho de que la nueva Constitución aluda a garantizarlos, estos serán provistos de manera eficaz –por no decir, además, de manera eficiente–. Por el contrario, existe la duda razonable de que solo se logrará una judicialización que terminará volviendo más insostenible su provisión.
Si bien la eficacia y eficiencia son conceptos predominantemente económicos, estos tienen un contenido moral utilitario, en el sentido que existe un deber del gobierno de erigir y mantener ciertas instituciones públicas por el bienestar general de la sociedad, en la medida que no exista la voluntad privada de producir estos beneficios. Adam Smith fue el primer filósofo moral en destacar los rendimientos de un deber utilitario, restringido por un carácter subsidiario, que es tan influyente en los Estados de bienestar modernos. Sin embargo, este deber está sujeto a exigencias materiales que están “más acá” de la defensa dogmática de derechos que no son naturales y que, por ende, son reconocidos por el derecho positivo únicamente por las implicancias que tienen en el bienestar general de la sociedad. Por el contrario, en la actualidad se ha menospreciado este carácter “económico”, justamente creando la falsa antinomia entre “público” y “subsidiaridad”, relegando lo público a sinónimo de responsabilidad únicamente estatal.
Pero la justificación moral de los derechos de utilidad pública, como la salud y la educación, implican ciertos deberes para los ciudadanos, por ejemplo, en el pago de impuestos o al menos en el uso honesto de sus beneficios. Por lo mismo, si nuestra sociedad se propone satisfacer de manera universal y gratuita una serie de prestaciones (algunas muy onerosas) tendremos que revisar asimismo el pago de impuestos de parte de todos quienes acceden a estas y los incentivos que existan a abusar de ellos. Desde esta perspectiva, quienes son los beneficiarios de educación o salud gratuita deben estar conscientes –e incluso agradecidos– de estos beneficios e, independientemente de la renta de su trabajo, tendrán que estar dispuestos a contribuir a la provisión de aquellos.
Por lo demás, el impuesto a todos los ciudadanos es una realidad obvia en países desarrollados con Estados de Bienestar consolidados, tales como Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia. En Chile, en cambio, solo aproximadamente el 20% de los trabajadores paga impuesto a los ingresos del trabajo. Por otra parte, el pago de IVA no es desglosado en las boletas, como en EE.UU., donde los precios promocionados son siempre antes de impuestos. Esto vuelve invisible el pago constante que hacemos de impuestos al consumo, por lo que no somos conscientes de su impacto en nuestro bolsillo. Y es que el éxito en el cumplimiento de nuestras obligaciones económicas tiene un fundamento psicológico que está en la base de la relación que existe entre un benefactor (en este caso, el Estado financiado por los contribuyentes) y el beneficiario (el ciudadano). En este sentido, aunque algunos sean muy optimistas sobre la constitución psicológica de los seres humanos, esta responde a incentivos, y por cierto que es más cómodo esperar que otros financien por mí la provisión de los beneficios de vivir en sociedad.
A esto mismo se suma otro aspecto: la reputación. Las sociedades no se pueden permitir que solo algunos, con su trabajo, financien los beneficios de otros, sin que ello conlleve, además de gratitud, un incentivo a que esos otros se hagan responsables de los beneficios que reciben. Por lo mismo, o bien hay que definir copagos –como los hay incluso en el aseguramiento privado frente a incertidumbre como la salud–, o bien, tener criterios de selección y responsabilidad muy altos, que sirvan de estímulo a mejorar la calidad de las prestaciones. En esto es clave el control del comportamiento free rider –tan usual en nuestra sociedad– y un giro hacia una cultura intolerante a la “pillería”. Solo de esta manera la provisión de los derechos sociales se hace sustentable.
En este sentido, lo que es razonable esperar que suceda, por razones biológicas y morales, entre un padre y un hijo –a saber, que este último demande de aquel cuidado–, no lo es en una sociedad de extraños. La obligación de solidaridad entre extraños es una utopía que no tiene sustento en nuestra psicología, y que el paternalismo estatista no resuelve, excepto para conservar los privilegios de sus burócratas. Es una proyección infantil esperar que el Estado se comporte como un padre de familia con uno, y que los miembros de una sociedad se comporten como hermanos, siendo extraños entre sí.
Es fundamental que dejemos atrás los discursos emocionales y reconozcamos que no es viable una demanda ingenua por derechos, si no tenemos en consideración su contraparte en obligaciones individuales. Estas tienen su asidero en nuestra naturaleza moral psicológica, naturaleza que no podrá ser derogada por la letra de una Constitución.