El reciente asesinato del Cabo Galindo trae a colación la importancia de contar con una mirada científica y tecnológica a los problemas de seguridad perpetrados por menores. Es importante resaltarlo, ya que, frente a la situación vivida en un barrio de La Pintana, el Gobierno y la opinión pública han obviado una serie de circunstancias que para quienes hemos investigado en territorios que están bajo la jurisdicción del narcotráfico son centrales para discutir sobre políticas públicas que conectan seguridad e infancia.
Un primer punto es tener en cuenta que el asesinato del Cabo Galindo es la consecuencia y no la causa de un problema mayúsculo y multidimensional que nos remonta a cómo las políticas públicas han abordado la vulnerabilidad de menores que habitan en territorios segregados bajo el control del narcotráfico y que han sido excluidos del sistema escolar y de salud mental, sin contar con un Sistema de Alerta Temprana que permita el monitoreo y prevención efectivo de vulneración de derechos. Por lo mismo hay que tomarse en serio los datos que por distintas fuentes nos hablan de barrios de alta complejidad, en los cuales la función de Carabineros y el rol de las instituciones estatales no son ajenas.
No cabe la menor duda que construir la imagen heroica de un cabo es funcional para posicionar una agenda que descanse en endurecer la Ley Penal Adolescente; pero dicha agenda no tendrá ningún efecto en menores que han ingresado en la vida delictiva, y donde años más o menos de cárcel no tienen efecto disuasivo en sus “carreras”, sino por el contrario, sólo refuerzan los procesos de estigmatización vinculados a la cultura narco. Así, hay que ser extremadamente escépticos de la forma en que las políticas de seguridad se han diseñado desde el Ministerio del Interior contra el narcotráfico (y esto desde que existen en democracia), sin dialogar con otros ministerios y enfoques no criminalísticos, medidas que pasan por alto el rol que cumplen diversos factores de riesgo y dinámicas sociales difíciles de gestionar desde el actual paradigma.
“Danielito” es un “soldado”, trabaja para alguien. ¿Quién es su jefe? ¿A qué banda o clan familiar pertenece?
¿Qué hizo posible que “Danielito” estuviera libre dada su última sentencia el año 2017 por posesión de 213 grs. de cocaína, dos gorras de Carabineros, un chaleco antibalas, 945 grs. de marihuana, además de una UZI, calibre 9 mm, con su cargador y con 30 cartuchos balísticos? Pero no sólo eso. Como lo reconoce el mismo Ministerio Público, y cualquier persona medianamente informada de estos contextos, “Danielito” es un “soldado”, trabaja para alguien. ¿Quién es su jefe? ¿A qué banda o clan familiar pertenece? Nadie lo pregunta. Y, sin embargo, en las comunidades todos los saben.
Pero aún más importante es poner la mirada en el “big picture”. Por ejemplo, Contraloría el año 2017 informó que la base de datos de las armas inscritas que mantiene el Departamento OS11 se encuentra desactualizada desde el año 2011. A esta grave situación, se suman una serie de casos de robo de armamento desde la misma institución de Carabineros: el 14 de junio de 2016, de la Comisaría de Cerrillos se robaron dos subametralladoras UZI con municiones y cuatro pistolas Taurus. El 31 de mayo de 2017 se “extraviaron” una treintena de armas desde la Escuela de Formación en Cerrillos. Y así tenemos más ejemplos a los que se suma la situación el mercado “legal” de armas de lo que sabemos poco o nada, como queda claro en la auditoria de Contraloría. Por lo mismo hay que definir el problema con foco espacial-ecológico y reconociendo de antemano que pasa por hacer transformaciones profundas que probablemente no sea posible hacerlas en todo el territorio objetivo. No nos olvidemos de la magnitud del problema.
Hoy tenemos múltiples fuentes de datos sobre variables de victimización, alimentación, salud, rendimiento y ausentismo académico, que nos permiten hacer una cartografía con minería de datos de la vulnerabilidad con una mirada interseccional.
Según el Observatorio de Narcotráfico en Chile (Fiscalía Nacional 2017) tenemos al menos 426 barrios bajo control narco repartidos en 24 comunas del país, 13 en Santiago. 615 escuelas básicas con rendimiento de “insuficiente” según la Agencia de Calidad. ¿Cómo se cruzan territorio y educación? Según las últimas cifras del Registro Social de Hogares del Ministerio de Desarrollo Social (2017), 34.496 niños y niñas de la Región Metropolitana (entre 6 y 18 años) han abandonado las escuelas. ¿Qué los lleva a hacerlo? Según Encuesta Casen (2015) el porcentaje de niños en situación de pobreza es 18,2%. Además, hoy 8.660 niños, niñas y adolescentes se encuentran en espera de un cupo en uno de los 14 programas de protección del Sename. ¿Cuál es el perfil de riesgo de sus “beneficiarios”? Hoy tenemos múltiples fuentes de datos sobre variables de victimización, alimentación, salud, rendimiento y ausentismo académico, que nos permiten hacer una cartografía con minería de datos de la vulnerabilidad con una mirada interseccional.
En resumen, hay que integrar la información que hoy existe sobre territorios específicos y escuchar a las comunidades. Los menores que hoy nutren los titulares de los diarios y conforman la matrícula del Sename (43% de la población penal pasó por ahí), estuvieron antes en escuelas y pasan por el sistema de salud público. De todos se contó con información y en algún momento se pudo hacer algo. En este punto la deserción es clave. Hoy tenemos experiencias como la de Corporación Municipal de Educación Salud y Atención de Menores de Puente Alto de un sistema de alerta temprana (MAT 2.0) que construye perfiles de riesgo de menores que están sujetos a diversos programas (24 HORAS, PREVIENE, etc.). Hay que extender ese modelo, ya que por más que se inyecte recursos a un sistema que está mal diseñado, los resultados serán los mismos. Dicho modelo debe complementarse con revisar los perfiles de riesgo de los beneficiarios de una serie de programas que se entrecruzan en su población objetivo y trabajar con minería de datos georreferenciada. El uso de algoritmos para prevenir situaciones de riesgo no es nueva, y ya existen experiencias con menores, por ejemplo, en Pittsburgh. Asimismo, Richard Berk ha diseñado algoritmos computacionales que pueden predecir el crimen.
En definitiva, la violencia sobre los menores es un problema de salud pública que desencadena problemas de seguridad y viceversa. Con todo, hay que dejar de subestimar el control territorial y jurisdiccional que puede llegar a tener el narcotráfico y dejar ser ingenuos y pensar que, condenando a menores, para los cabecillas esto no sea más que una “baja” en una compleja red jerárquica que incluye funcionarios públicos, donde los “soldados” son el último eslabón. Que, en este último capítulo, dejó un Cabo muerto y un “soldado” en el Sename y, luego, seguramente en la cárcel. Mientras, sus jefes siguen controlando el territorio y reclutando nuevos soldados para su lucrativo y violento negocio.
José de la Cruz Garrido, Centro de Políticas Públicas, Facultad de Gobierno UDD