*Por José de la Cruz Garrido F.
La reciente columna publicada por Carlos Peña el pasado domingo en El Mercurio, abrió el debate sobre el cruce que existe entre las obligaciones de un equipo de profesionales de la salud y cómo organizamos las instituciones que provisionan de servicios públicos.
El columnista, sin embargo, comete un error, al señalar que el criterio utilizado por la Red de Salud Christus UC era utilitarista.
Como bien señaló el director del Hospital Clínico Red de Salud UC Christus, Ricardo Rabagliati, se procedió conforme al principio bioético de proporcionalidad terapéutica.
Pero, además, Peña yerra en su definición estrecha de una teoría moral utilitarista por referencia a un principio maximizador de utilidades.Es bastante corriente, en este punto, dejarse llevar por una definición que pasa por alto una concepción más elaborada, como la que ofrece John Stuart Mill (en su obra “Utilitarismo”) donde el principio utilitarista de lo que es justo se define por referencia al hecho que las acciones son justas en la medida que tienden a producir el mayor bienestar general de los demás (en términos de satisfacción subjetiva individual (placer) o la “mayor cantidad de felicidad general”), vistas dichas acciones desde un “espectador estrictamente imparcial como desinteresado y benevolente”.
Por lo mismo que las leyes, según la moral utilitarista de Mill, alinea el interés del agente al interés de la comunidad.
Esta versión menos economicista y más filosófica, influyó fuertemente en las posiciones contemporáneas que buscan, desde el trabajo seminal de John Rawls (1971), someter a exigencias morales, como la equidad, nuestras elecciones racionales, sobre cuestiones que son objeto de justicia social, como las instituciones o “bienes primarios”, como lo es justamente la atención de salud.En este contexto, pretendo mostrar cómo con el caso de Daniela Vargas se nos presenta un dilema institucional que debe ser resuelto, en particular para la situación que viven menores desprotegidos y en situación de vulneración de derechos.
Desde esta perspectiva, queda en evidencia que un protocolo de bioética no es una respuesta suficiente para una cuestión de política pública.El principio de proporcionalidad terapéutica establece que nadie está obligado a utilizar todas las intervenciones médicas actualmente disponibles, sino sólo aquellas que ofrece una razonable probabilidad de beneficios en términos de preservar y/o recuperar la salud (Rodríguez, 1998).
Es decir, con este principio se permite establecer cuáles intervenciones médicas son moralmente obligatorias, para así evitar caer en conductas extremas, como la medicalización de la muerte o la eutanasia por omisión.En este contexto, el trasplante de órganos o procedimientos que permiten mantener la vida, presenta grandes controversias éticas existiendo un consenso que dicho procedimiento será éticamente aceptable, si existe una relación de debida proporción entre los medios empleados y el resultado previsible (De las Casas y Portes, 2010).
Dentro de la ponderación de los medios, está justamente la ponderación de los costos económicos y humanos que se suceden al procedimiento de trasplante y es a lo cual alude la polémica frase de la condición de Daniela de “precariedad familiar, social y personal”.
Porque justamente Daniela está bajo resguardo del SENAME.Y es que dicha condición, si bien le permite al equipo médico no verse obligado a intervenir a Daniela, es un claro ejemplo de injusticia social, con resultado de muerte, si atendemos a las obligaciones que tiene el Estado con los menores que están bajo su resguardo o protección.
En definitiva, ¿bajo qué principio se justifica no incurrir en las obligaciones de protección de menores por referencia (y en este punto sí acierta Carlos Peña en una carta de respuesta al equipo médico) a las consecuencias probables de un tratamiento que define un cuerpo médico determinado, si justamente es el Estado el que debe velar por el cuidado del menor?Al parecer los protocolos de bioética cumplen más bien una función a nivel jurídico, para eximir de responsabilidades, que de ética sensu stricto.
Por lo que el caso dramático de Daniela no es sólo una cuestión del conflicto de intereses intelectuales de las élites, como señaló Pablo Ortúzar al mismo diario el día siguiente de la columna de Peña, sino una cuestión que debe motivar un consenso político sobre las instituciones básicas que son garantes del cuidado y atención de menores vulnerables.
En este punto, apelar a la ponderación de los medios -como las condiciones del ambiente y del entorno de un paciente- para determinar si alguien entra o no en una lista de espera, es discriminatorio, no desde un punto de vista bioético, sino de cómo se ordena el acceso a un sistema de salud.Hoy sabemos a priori que determinados pacientes no serán atendidos en prácticas médicas complejas y costosas como, por ejemplo, los menores vulnerables que están bajo la protección del Estado.
Y, sin embargo, será una discriminación moralmente correcta desde el punto de vista médico.
*José de la Cruz Garrido Fuchslocher, es profesor e investigador del Centro de Políticas Públicas de la Facultad de Gobierno de la Universidad del Desarrollo.