En un mundo globalizado como el nuestro la economía colaborativa llegó para quedarse. Chile no podrá restarse a este fenómeno. La propagación del modelo colaborativo de persona a persona es inevitable en cualquier mercado abierto y moderno, teniendo además el beneficio de volver a la necesidad básica de todo sistema social: comunicación y confianza.
El nuevo concepto de “economía colaborativa” o el “modelo de transacción de persona a persona” hace furor en el mundo desarrollado y poco a poco penetra países como el nuestro. Se refiere al surgimiento de mecanismos que facilitan interacción directa entre dos o más personas, en general a través de medios digitalizados, permitiendo las transacciones directas entre ciudadanos.
Ejemplos de esto los encontramos en el arribo de Airbnb y Uber a nuestro país. Pero esto no es todo: en EEUU las plataformas de financiamiento colaborativo, como Ouishare, levantan hoy más de la mitad de los recursos para el cine independiente. Ideame, una plataforma similar, ha tenido una expansión inusitada en Latinoamérica. Y podemos seguir: tanto en EEUU como Europa y otras economías desarrolladas, han surgido diversas iniciativas que permiten solucionar necesidades tales como el cuidado de mascotas, la limpieza del hogar, el intercambio temporal de herramientas y hasta el arriendo de barcos, sin intermediación estatal ni privada.
Hoy, cualquier ciudadano de a pie puede ofrecer una habitación vacía de su casa, mediando algún pago, y cualquier turista tiene la opción de conocer nuevos lugares y su cultura, sin pisar un hotel. Utilizando la plataforma adecuada, esas ofertas no caerán en saco roto, sino que encontrarán a quien esté interesado en aprovecharlas. Se accede entonces a servicios personalizados donde todos ganan, los que ofrecen y los que adquieren bienes o servicios.
Transacciones como las anteriores siempre han existido: hogares que reciben inquilinos, servicios de transportes particulares, vecinos que reciben mascotas, arriendos, venta de artículos usados, crowdfunding. Pero el encuentro entre oferente y comprador se dificultaba por los costos de transacción involucrados. Las mentadas plataformas reducen significativamente esos costos, desarrollando un mercado informado, activo y competitivo. Al mismo tiempo, mecanismos de construcción de reputación y premios permiten reducir asimetrías de información, favorecen la transparencia y desincentivan el engaño. Los beneficios económicos generados son evidentes para muchos (basta ver que 97% de los chilenos quiere que Uber se quede).
Esta revolución trae consigo un cambio social y cultural de magnitudes insospechadas. En efecto, al participar de esta economía colaborativa nos disponemos a confiar nuestras posesiones más valiosas a completos extraños: abrimos nuestras casas, nuestra experiencia personal y nuestra vida a personas desconocidas. Esta realidad, ¿no requiere acaso de un proceso de construcción de confianzas?
El potencial de estos mecanismos como impulsores del desarrollo social y personal es enorme, en especial en un país como el nuestro, que tiene el triste record de ser la sociedad más desconfiada de la OCDE. La debilidad de nuestro sustrato social ha hecho más lenta la incorporación de estas plataformas, ya que la población se demora más en confiar en ellas y, por ende, su penetración se hace más costosa. El capital social requerido para enfrentar exitosamente los cambios culturales se fundamenta en la confianza.
En un mundo globalizado como el nuestro la economía colaborativa llegó para quedarse. Chile no podrá restarse a este fenómeno. La propagación del modelo colaborativo de persona a persona es inevitable en cualquier mercado abierto y moderno, teniendo además el beneficio de volver a la necesidad básica de todo sistema social: comunicación y confianza. Será un desafío para el Estado adaptarse a este proceso. Su rol pasa por reconocer y potenciar lo positivo de estos nuevos mecanismos de transacción y controlar potenciales externalidades negativas. Gran error sería que un gobierno se rindiese a las corrientes conservadoras que se niegan a admitir cambios tan positivos como inevitables. Asimismo, debemos comenzar a pensar activamente en cómo adecuar nuestro sistema económico y laboral a los nuevos paradigmas, dejando atrás concepciones obsoletas. Así, en vez de demonizar a Uber y defender que el gremio de los taxistas siga operando en las mismas condiciones en que lo hacía en el siglo pasado, debiésemos aprovechar la oportunidad para reflexionar sobre su reinvención y la de muchos otros trabajos para los que esta revolución abre múltiples posibilidades.
Columna publicada en El Pulso 20/04/2016