Los Liceos Bicentenario representan una experiencia innovadora, laica, “experimental” y republicana sobre los nuevos territorios de lo público. Lo anterior si partimos de la premisa de que se trata de una categoría en construcción que responde a distintas expresiones de secularización
Los Liceos Bicentenario representan una experiencia innovadora, laica, “experimental” y republicana sobre los nuevos territorios de lo público. Lo anterior si partimos de la premisa de que se trata de una categoría en construcción que responde a distintas expresiones de secularización. Lo público –ciudadano, cívico, social, territorial, etcétera– debe ser concebido sin dogmas. Todo aquello que la Nueva Mayoría busca implementar, ¡presa o no de su melancolía estatista!, tanto en la educación escolar como superior, ha sido derogado en los últimos días. Aquí no es fácil discernir si la melancolía estatista se agota en la nostalgia de un pasado irrecuperable o, bien, en la ausencia de futuro.
Bajo esta coyuntura, llena de urgencias, es un lugar común afirmar que el 2011 será recordado como el “año de la inflexión”. Aquí quedó en evidencia un conjunto de contradicciones –de lagunas– heredadas del proyecto modernizador (1981), profundizado activamente bajo los gobiernos de la Concertación. La palabra ‘modernización’, más allá de un eufemismo editorial, alude a los procesos técnicos e instrumentales que apoyan la sustentabilidad del gasto público focalizado. Aunque resulte curioso, en el campo de las ciencias sociales existe un relativo consenso respecto a la necesaria desestatización del tejido social luego de dos décadas de “hegemonía desarrollista” en América Latina (1950-1970). La implementación de programas sociales, la sectorialización del conflicto social para abordar la cobertura, y el paso a una matriz de bienes y servicios, representan un reconocimiento implícito de este tránsito. En una referencia más concreta, esto ha dado lugar a una “des/responsabilización” del Estado del ámbito social y una privatización del conflicto.
Tras la expansión de la Universidad de masas, pese a que el Laguismo (2000-2006) “vitoreaba” las bondades de la cobertura (‘vouchers y municipalización’) en educación escolar y superior, las cosas cambiaron súbitamente –electoralmente– y en muy poco tiempo se comenzó a escarbar en los costos de la cualificación (masificación). Ante este “aluvión reformista” los expertos enmudecieron –guardaron evidencia empírica para evitar zozobras– y los diálogos entre campo académico y campo político fueron desdibujados. Había llegado la hora de la calle y la academia cortesana emprendió ladinamente la tarea de poetizar las aspiraciones populares.
En materia de educación superior, el mea culpa de Nicolás Eyzaguirre ha venido a parcializar la entrada de las reformas mediante la famosa “glosa presupuestaria”. De un lado, la empresa acometida por el conglomerado del arcoíris intentaba trascender la Ley Brunner, la Comisión Peña, los pronósticos de Harald Beyer, y ha mantenido una relación de doble filo con la gratuidad, pero, de otro, tampoco ha extendido sus redes hacia proyectos universitarios que podrían tener alguna complicidad ideológica –a propósito del “régimen de lo público”–.
Dentro del mapa universitario el movimiento estudiantil estableció un fuerte reclamo por redituar la educación en torno a un “horizonte normativo”, un espacio de inclusión regido por el ‘principio de igualdad’ que debía revertir la crisis de “cohesión social”. Pero luego de 4 años sabemos que no hay antídoto posible, ni menos un “prurito ético” para evaluar –interrogar– el estado del arte desde la gratuidad. Luego de un tiempo razonable podemos comprender que las demandas de los grupos medios masificados tienen poco o nada que ver con los malestares que el movimiento social se autoimputa para un proyecto de ciudadanía. Dicho en su forma menos matizada: la demanda del 2011 era más un reclamo de mayor regulación para ordenar la competencia de los mercados educacionales –una crítica a los excesos del retail– y una democratización de las formas soberanas de gobernanza.
Pero sin perjuicio de todo lo anterior, se trataba esencialmente de grupos medios expansivos que padecían la brecha entre el ingreso autónomo y el cargo al arancel de referencia. De ello no deriva la trazabilidad del nuevo “ciclo político” –como muchos se aventuraron en sostener–. Muchas veces los procesos políticos suceden a espaldas de los actores involucrados en una trama exultante –por “mítica” que esta se autoproclame…–, pero este no fue el caso de nuestra elite política que supo rentabilizar institucionalmente estos procesos.
La “Nueva Mayoría” se ha revelado como una coalición secuestrada por sus intereses elitarios y el marketing político. Pero a ello se adiciona una especie de tutelaje ético-político cuando homologa majaderamente lo público a la esfera estatal, como si acaso esa fuera la historia de las 8 universidades que funcionaban hasta 1973 –presionadas por una expansión de la matricula que “forzaba” una modernización postestatal–. La capacidad decisional del oficialismo oscila entre la tragedia y la comedia. Hemos sido testigos fúnebres de una narrativa interesada en ficcionar el “régimen de lo público” –según el estado del tiempo–.
Los últimos estertores republicanos –el programa público, la mesocracia, el presidencialismo– se vinieron abajo por las ambigüedades de esta coalición. La exaltación discursiva del principio de igualdad y su insistencia en responder a problemas públicos con soluciones privadas no ha cesado –¡bicameralismo psicológico!–. Y a no dudar: contra su discurso público, su distribución en colleges de $600 dólares reproduce la perpetuación de castas. De última, su inquebrantable pasión por el orden, al tiempo que se autoproclama performativamente una coalición transformadora. A lo sumo este proceso se podría orientar a una modernización de la élite (Schumpeter). No es poco, pero ello está lejos de las promesas electorales.
En materia de educación superior, el mea culpa de Nicolás Eyzaguirre ha venido a parcializar la entrada de las reformas mediante la famosa “glosa presupuestaria”. De un lado, la empresa acometida por el conglomerado del arcoíris intentaba trascender la Ley Brunner, la Comisión Peña, los pronósticos de Harald Beyer, y ha mantenido una relación de doble filo con la gratuidad, pero, de otro, tampoco ha extendido sus redes hacia proyectos universitarios que podrían tener alguna complicidad ideológica –a propósito del “régimen de lo público”–.
Ahora, en términos prácticos, en medio de esta agitada coyuntura que antes ofrecía un renacer del mundo laico, de biodiversidad y cohesión social, el presupuesto 2016 disminuyó drásticamente los recursos para el fortalecimiento de los Liceos Bicentenario –casi al grado cero–. Tal señal solo ratifica posturas ideológicas que contradicen los prometedores resultados de esta política pública, y soslaya todos los criterios de movilidad –actitudinal, cultural, liderazgo– y acceso que estaban explorando en un nuevo ámbito de sociabilidad cultural.
De un lado, los resultados Simce de los Liceos Bicentenario rompen el paradigma de que una educación de calidad es un privilegio elitario del sistema particular pagado, pues abrían la posibilidad de nuevas interacciones en el espacio público. Para muestra un botón: en el último Simce de 8° Básico los Liceos Bicentenario –que hacían gala de un acervo republicano de educación de excelencia– aumentan su desempeño en 37,6 puntos. A todas luces se trata de un incremento significativo en todos los niveles socioeconómicos. Adicionalmente, logran un promedio de 290 con un máximo 350 puntos. En el último Simce de 2º Medio, siete Liceos Bicentenario superaron al Instituto Nacional.
Para complementar lo anterior; un estudio de la PUC, llamado “Análisis del Estado de Implementación del Programa Liceos Bicentenario de Excelencia (2014)”, concluye que los resultados intermedios del programa han mejorado notoriamente –retiro, asistencia, reprobación, variación de puntajes Simce y PSU–.
Finalmente, frente a una oferta pública de alta calidad educativa, los padres modifican sus preferencias y trasladan a sus hijos desde instituciones particulares subvencionadas a las aulas municipales. Por tanto, se constata que los Liceos Bicentenario están generando una revaloración y confianza en la educación pública. Pero hasta ahí llega la historia de redescripciones sobre lo público. Pudo más la brecha ideológica, la guerrilla coyuntural, para tomar distancias de la actual oposición.
Por fin, con una inversión manejable la experiencia demostraba que es posible generar altos retornos públicos y una proyección positiva en indicadores de ingreso. Es decir, los Liceos Bicentenario estaban configurando un programa –centrados en hallazgos– que promueve la calidad e inclusión social. A pesar de la evidencia irrefutable que respalda la viabilidad experimental del programa, el Gobierno ha restado –de facto– todo tipo de apoyo público para el fortalecimiento de los Liceos Bicentenario, lo que se constata en el presupuesto de la nación para el próximo año.
Además, hoy no existe una coordinación general desde el Mineduc. Por tanto, no abundan directrices, ni orientaciones, ni recursos para estos centros educativos que están haciendo historia al trabajar con una concentración de vulnerabilidad sobre el 60% y alcanzando logros significativos en sus resultados de enseñanza-aprendizaje. ¿Y qué pasó con el mentado régimen de lo público? Más aún, la Reforma de Inclusión Escolar transparenta las posiciones ideológicas de la Nueva Mayoría al eliminar cualquier mecanismo de selección que reconozca el mérito de los estudiantes.
El día en que la educación se conciba genuinamente como un bien público –lo común, lo colectivo…– y se admita el “dinamismo” de sus externalidades sociales y privadas, lograremos dar el protagonismo que merece y encauzarla como una vía real de integración social.
Por Mauro Salazar, sociólogo, analista social, y Mauricio Bravo, director Magíster Políticas Educativas y académico Centro de Políticas Públicas, Universidad del Desarrollo.
Columna publica en El Mostrador 22/10/1976