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Bolivia y el mar: historia y nacionalismo

Este año se cumplen 139 años del inicio de la Guerra del Pacifico; 134 años del Pacto de tregua entre Bolivia y Chile (1884); 114 años de la firma del Tratado de Paz y Amistad de 1904; 43 años del Acuerdo de Charaña de 1975, y 40 años desde que Bolivia rompió relaciones diplomáticas con Chile en 1978. En este periodo de casi 140 años, 62 administraciones han gobernado Bolivia y 36 en el caso de Chile. En todo este tiempo el tema del mar ha sido recurrente, por lo que es necesario considerar algunos aspectos histórico-políticos para entender el actual estado de las relaciones.

Cuando Bolivia surgió como nación, en 1825, incluyó en su territorio la costa de Cobija, que según la extinta administración española pertenecía a Chile, pero sobre el cual nuestro país no tenía reclamaciones. La falta de interés de Chile se vio confirmada tras la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), cuando Chile no hizo reclamaciones territoriales.

Solo en la década de 1860, producto de los descubrimientos de depósitos de guano y salitre en la zona, el Estado chileno comenzó a preocuparse de la delimitación de la frontera norte. Fue así como Bolivia y Chile suscribieron un primer tratado en 1866 y un segundo en 1874, junto a un protocolo complementario en 1875. De acuerdo con su preámbulo, el Tratado de 1866 tenía por finalidad, «poner un término amigable y recíprocamente satisfactorio a la antigua cuestión pendiente entre ellas sobre la fijación de sus respectivos límites territoriales en el desierto de Atacama y sobre la explotación de los depósitos de huano existentes en el litoral del mismo desierto» [sic]. De la misma forma, establecía una medianería entre los paralelos 23 y 25 sobre los productos provenientes de la explotación de guano.

En 1871, un golpe de Estado depuso al presidente boliviano Mariano Melgarejo (1864-1871) y se declararon nulos todos los actos de su gobierno, incluyendo el tratado con Chile. Ello tensionó las relaciones con el gobierno chileno hasta la firma del Tratado de 1874, que volvió a fijar como límite el paralelo 24, estableciendo además, en el artículo IV, que los derechos de exportación que se impusieran sobre los minerales en el territorio comprendido entre los paralelos 23 y 25 «no excederán la cuota de la que actualmente se cobra…”. Ambos tratados evidenciaban que el verdadero punto de conflicto no era el territorio, sino la riqueza salitrera que contenía y que había comenzado a ser explotada por empresarios chilenos, financiados por capitales ingleses y alemanes.

Lo anterior venía acompañado por un paulatino proceso de rearme por parte de Chile, que si bien se justificaba por planes de expansión hacia el sur del Biobío y el fortalecimiento de la escuadra luego de la Guerra con España de 1865, eran vistos como una amenaza por nuestros vecinos, especialmente debido a los intereses económicos europeos asociados a Chile y al hecho de que nuestro país arrastraba una larga rivalidad con el Perú. Razones que justificaban la firma de un Tratado de Alianza Defensiva entre nuestros vecinos del norte en 1873.

Lo demás ya es historia conocida: el aumento de impuestos dictado por el gobierno de Hilarión Daza y la consecuente Guerra del Pacífico, la ocupación del litoral boliviano y la derrota del Perú.

Si bien actualmente la guerra como forma de solución de conflictos genera un rechazo en el sistema internacional, hay que recordar que en el siglo XIX era una de las formas más comunes de definir fronteras o de proteger los intereses nacionales. Basta recordar que entre 1820 y 1879 se produjeron unas 15 guerras internacionales en Sudamérica. Y que en casi todas ellas se produjeron conquistas territoriales y tratados limítrofes que las validaron. Por lo mismo, la guerra de 1879, no puede ser considerada como algo inusual o extraordinario.

Siguiendo la ya clásica tesis de Mario Góngora, Chile en el siglo XIX utilizó sus guerras para construir la nación, y lo mismo puede ser aplicado a otras repúblicas del continente y de Occidente en general. El nacionalismo se debe entender como parte de una política de Estado en vista de un objetivo de cohesión interna, razón por la cual el resultado del conflicto no es tan importante como la interpretación que de él se haga. Ese es el caso de la Guerra del Pacífico; su huella marcó profundamente a los países involucrados, afectando su identidad nacional (lo que Herder llamó el volksgeist). Y que sería la fuente de mitos de validación que, incluso, suplantaron a gestas bélicas previas y que durante el siglo XX se convirtieron en una estrategia común en un nuevo sistema internacional dirigido por  grandes potencias que generarían nuevas formas de dependencia económica e ideológica.

El análisis de la tendencia en cuanto al nacionalismo suele indicar que este aumenta en los momentos de crisis nacional – sean estas económicas, políticas, sociales, etc – transformándose entonces una herramienta común en gobiernos de corte populista o que se fundamentan en una política de masas. Pero también es un instrumento en extremo peligroso, puesto que una vez que el nacionalismo se exacerba es difícil de controlar, y sus consecuencias en relación a un tercer país pueden ser impredecibles. Como botón de muestra podemos mencionar la Guerra de las Malvinas en 1982, o el reciente aumento de grupos de extrema derecha nacionalista en Europa.

La actual relación con Bolivia parece ser una manifestación de lo anterior. Evo Morales, que inicialmente fue visto con desconfianza por la elite y parte de la clase media boliviana, ha sabido construir un discurso de unidad nacional mediante tres ejes: el reconocimiento de los pueblos originarios, la estatización de los recursos naturales y la demanda marítima.

Por lo anterior, es justo preguntarse cuáles son las verdaderas pretensiones bolivianas. El Tratado de 1904 le garantizaba a Bolivia el acceso al Pacífico y eso se ha cumplido. Morales y su gobierno deben saber que las posibilidades de cesión territorial, con o sin soberanía, son virtualmente imposibles. Un enclave implicaría la construcción de una enorme infraestructura portuaria y vial difícilmente financiable por Bolivia, ni hablar de la entrega de algún puerto chileno, lo que sería inadmisible para los habitantes de la zona norte. Y si bien esa posibilidad estaba incluida en el acuerdo de Charaña, no debemos olvidar que este se concretó en el contexto de la negociación entre dos dictaduras.

Como alternativa surge la opción de un corredor marítimo, el cual no puede implementarse en los otrora territorios bolivianos, puesto que ello implicaría partir a Chile en dos, lo que deja como única solución instalarlo al norte de Arica. Esto convierte la alternativa en un problema trilateral, puesto que el Tratado de 1929, que fijó la frontera entre Chile y Perú, establece en el artículo primero de su Protocolo Complementario que: Los Gobiernos de Perú y de Chile no podrán sin previo acuerdo entre ellos, ceder a una tercera potencia la totalidad o parte de los territorios que, en conformidad al Tratado de esta misma fecha, quedan bajo sus respectivas soberanías, ni podrán, sin ese requisito, construir, al través de ellos, nuevas líneas férreas internacionales”. Ello sin considerar la necesidad de redibujar la frontera entre los tres países y el fin de la económicamente estratégica frontera entre Chile y Perú, cuestión a la que este último país siempre se ha opuesto.

Nos enfrentamos así a un problema sin aparente solución. Lo cierto es que el dictamen de la CIJ sentenció el mantenimiento del statu quo entre ambas naciones. Es decir, que queda a voluntad de los gobiernos chilenos el negociar con Bolivia. Por ahora, solo queda esperar a ver como Evo Morales utiliza esta derrota, puesto que como sabemos, para cuestiones de nacionalismos, el triunfo o el fracaso pueden ser igualmente útiles.

Raimundo Meneghello

Doctor en Historia, Universidad de Salamanca