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La fallida promoción democrática en Nicaragua y Venezuela

En su artículo segundo, la Organización de Estados Americanos (OEA) declara como propósito esencial la promoción y consolidación de la democracia representativa en la región. De igual forma, el organismo reconoce que es mediante dicho sistema que los países pueden alcanzar la estabilidad, la paz y el desarrollo, permitiendo el respeto y preservación de los derechos políticos y civiles fundamentales. Dejando de lado las buenas intenciones que rodean las resoluciones y actividades propias de la diplomacia y los organismos internacionales, la aplicación práctica de los principios resulta compleja y deja en entredicho la real capacidad de las instituciones regionales y globales de conseguir satisfactoriamente los objetivos para los cuales fueron creados.

Un creciente número de publicaciones académicas en el área de las relaciones internacionales han dado cuenta de los mecanismos y procedimientos que permiten a los organismos internacionales influir sobre las decisiones políticas internas, direccionamiento las decisiones gubernamentales hacia destinos proclamados como principios en sus actas fundacionales. Si bien en ciertos casos, como los paquetes de asistencia económica del Fondo Monetario Internacional y las intervenciones directas de las Naciones Unidas en países en crisis, es posible observar una influencia real, directa y – muchas veces – constante sobre los asuntos internos, las posibilidades de organismos regionales de cambiar el rumbo de países con crisis internas resultan limitados o bien nulos.

En el caso latinoamericano dos ejemplos actuales nos permiten analizar – desde perspectivas constructivistas y realistas – la real capacidad de acción de la OEA en esta materia. Así, el caso de Nicaragua y Venezuela representan interesantes casos de estudio para explorar como la condicionalidad normativa y/o la socialización internacional no son siempre suficientes para enmendar el rumbo democrático de actores del concierto internacional, y así, reflexionar sobre la real capacidad que posee la OEA de ser un agente bisagra en la mantención, promoción y profundización de los valores democráticos en la región.

Desde la perspectiva constructivista se esperaría que la OEA operase como agente catalizador de socialización democrática, permitiendo la formación y promoción de los valores democráticos desde su asistencia y observación electoral, los espacios de interacción constantes entre representantes de los actores estatales regionales que se dan en sus reuniones y diario funcionamiento, y de perfeccionamiento técnico y teórico de las élites que dirigirán los destinos de dicho país. Si bien desde la política comparada se habla de un “contagio democrático” en relación a las transiciones ocurridas durante la última oleada democratizadora (décadas de 1980 y 1990), esta perspectiva teórica ha encontrado poca evidencia más allá de dicho momento histórico y nuevamente vuelve hoy a ser puesta en jaque tras la innegable disolución democrática que viven algunos países de la región.

Por su parte, desde el realismo, se entiende que los Estados tomaran decisiones basadas en un cálculo racional de los beneficios o perjuicios que conlleven sus acciones. Desde esta noción la influencia que ejerzan los organismos internacionales tendrá efectividad siempre y cuando sean capaces de alterar la balanza de premio/castigo que enfrente un país determinado. Así, y ya sea mediante la presión internacional en base a reputación o la condicionalidad sobre apoyo, relaciones comerciales o asociación a ciertos acuerdos internacionales, solo la amenaza de perder un beneficio (o de recibir un castigo) será suficiente para obligar a los actores estatales a cumplir con los principios y normativas de instituciones como la OEA.

Bajo esta lógica el caso de Venezuela llama la atención poderosamente. Las resoluciones emitidas por la cumbre de la OEA en la reunión de Lima del pasado mes de agosto son solo el último esfuerzo de la organización por generar presión internacional suficiente para forzar al gobierno de Maduro para enmendar el camino dictatorial que ha emprendido desde su asunción en el cargo. Llamados de atención, notaciones, sanciones e inclusive la amenaza de expulsión desde el organismo no han logrado generar suficiente presión normativa o condicional para inclinar la balanza a favor de la democracia y sus valores en Venezuela, llegando al punto de agotamiento de las opciones que posee la organización para asegurar de manera efectiva la protección de la democracia en dicho país.

En el caso de Nicaragua la situación no difiere significativamente del ejemplo anterior. Meses en violentas protestas, acusaciones directas contra la presidencia de Ortega y una innegable represión por parte de las fuerzas del Estado han generado un ambiente de crisis e inestabilidad político-social que pareciese no encontrar solución. La sombra de un régimen dictatorial se instala con fuerza en el escenario del país centro-americano, y mientras el número de ciudadanos que han perdido su vida aumenta, la presión internacional pareciese no ser suficiente para corregir una nueva dictadura en el continente.

Aquí dos posibles hipótesis resaltan con fuerza. Primero, la multiplicidad de organismos internacionales creados en las últimas décadas (UNASUR, Alba) erosionó la capacidad de la socialización democrática en la región, debilitando la posibilidad de la OEA y generando fuerzas paralelas de legitimidad para las decisiones internas de los Estados. Y, segundo, la baja capacidad del organismo radicado en Washington de intervenir – mediante presiones, sanciones, notaciones o acciones directas – en pos de mantener la estabilidad democrática, la paz social y el bienestar de las sociedades de la región. Si bien este último punto resulta complejo de equilibrar, en razón del principio de no intervención, comparativamente resulta evidente pensar que, dado la legitimidad, poder, y relevancia política y económica que posee la Unión Europea, en ella se presenten los casos exitosos de promoción democrática.  Mientras, por otra parte, observamos una poderosa camisa de fuerza sobre la OEA que dificulta su actuar en estos casos, resultando en una acumulación más cercana a las derrotas que éxitos en aras de conseguir la preservación de los principios democráticos y la consecución de los derechos fundamentales en el continente.

 

Miguel Ángel Fernández

Profesor Investigador, Facultad de Gobierno UDD